Uno de los placeres que más valoramos los apasionados de la buena comida es el de descubrir: nuevos sitios, nuevos platos, productos nunca vistos… y no nos cansamos. Pero también hay otro gran placer, no siempre tan valorado: el de repetir aquello que nos encantó. Si lo pensamos bien, el disfrute es doble, pues no solo se produce durante la comida, sino también en todos los prolegómenos que nos acercan al objeto deseado y en la anticipación de ese momento (seguimos hablando de comida). Pues Cañadío es uno de esos lugares a los que vale la pena volver, tan solo para confirmar lo que ya sabíamos de sobra. Es un lugar clásico —olvídense de estilismos rompedores—, basado en productos tradicionales y en técnicas conocidas, pero con resultados deslumbrantes. Empezamos con lo que no puede faltar: la tortilla de patatas, entre las mejores de Madrid, algo que por ahora nadie discute. Continuamos con buñuelos de bacalao, crujientes y sabrosos, acompañados de un sorprendente caldo de aceitunas. Luego, otro clásico: el pudin de cabracho de roca, pura cremosidad mezclada con los sabores complejos de tan feo pez. Sin parar, pasamos a las croquetas de chorizo, y uno se pregunta cómo puede volverse tan elegante un embutido tan fiero. Subimos la apuesta con las cocochas y las alcachofas: textura, complejidad, sabor. Cerramos con la torrija, su teja crujiente y un helado de canela. Todo perfecto, todo para volver, todo para repetir una y otra vez.
