Ese vecino que tiene encargado el roscón en el “mejor sitio”, ese cuñado que lleva cuatro horas en una cola demencial, esa conocida que asegura que no puedo tomar ningún roscón que no sea de masa madre, ese amigo al que le sale perfecto en la Thermomix, la crítica en el periódico local que asegura haber encontrado el definitivo… todos mienten, o por lo menos se engañan a sí mismos, que no sé qué es peor. Lo normal es que ese vecino de la cola a duras penas sea capaz de diferenciar un croissant de un brioche, su cuñado sea especialmente sensible a las pizzas con borde relleno y la crítica adule siempre a todos los negocios cercanos. La prueba de todo esto la tenemos delante de nosotros. La masa del roscón es especialmente suave y de matices muy finos, y por eso mismo fácilmente adulterable. Pónganle a un producto de esta delicadeza una plasta de grasas azucaradas (nata en el mejor de los casos) y será completamente imposible diferenciar ningún nivel de calidad. Si nos parece poca esta adulteración, hoy por hoy generalizada, con buscar un poco más podemos encontrar auténticas tropelías como el Roscón Frito, que realizó la alabada pastelería Nunos en Madrid, o los inventos del tres estrellas de turno. En estas condiciones ni el sommelier más refinado sería capaz de diferenciar entre el roscón del Horno de San Onofre y el que venden los supermercados Dia el día siete por liquidación. Créanme: Todos los roscones saben más o menos parecidos. No quiero decir con ello que sean idénticos, por supuesto que no, pero puedo asegurarles que los matices son lo de menos. Compren uno a buen precio y tómenlo con sus familiares y amigos. Eso es lo que realmente importa (y que toque el premio, claro). Felices Reyes
