En nuestra reciente visita a Cuenca, descubrimos con sorpresa que algunas de las tradiciones más arraigadas parecen estar perdiéndose. En concreto, me refiero a la presencia de una de esas maravillas culinarias que el ser humano ha creado para alimentarse y que en Cuenca se consumían compulsivamente no hace tantos años: los zarajos.

Para quien no lo sepa, el zarajo es un aperitivo o tapa hecho a base de tripas de cordero lechal enrolladas sobre una madera, que finalmente se fríen u hornean hasta quedar doradas. El resultado es una carne sabrosa y crujiente, llena de matices por los distintos niveles de fritura que se forman en las capas del enrollado. Gran parte de mi infancia, de la cual Cuenca es protagonista, tiene su olor y textura como fondo, y esperaba que en esta breve visita invernal me daría el gusto de volver a probarlos.

Cuál fue mi sorpresa cuando, paseando por la Plaza Mayor y sus alrededores, ni uno solo de los bares por los que pasé los tenía anunciados o a la vista. Debe tener que ver con lo que ahora llaman en algunos lugares “alimentos de gusto adquirido”, que son aquellos a los que, si no se acostumbra uno desde la infancia, producen rechazo e incluso repugnancia… Pero, ¿no estamos acaso en Cuenca? Pues no, señores, lo que estamos es en uno de los decorados para turistas que estamos montando por todo el país. Y está claro que el personal que ahora visita estos “auténticos lugares castellanos” no tiene el gusto adquirido, ni nunca lo tendrá, por algo tan refinado, sabroso y elegante como un zarajo conquense con un buen chorro de limón. Qué triste.