Los que volaron en los 80 y 90 saben de qué hablo. Y los que no, seguro han vivido algo parecido en vuelos de largo recorrido. Porque sí, comer en un avión es una experiencia memorable. Ese espacio mínimo, las rodillas juntas, los codos pegados al cuerpo… y una coreografía de cortar, desenvolver y apilar digna de un juego de estrategia. Eso, desde el lado del comensal. Pero el del anfitrión es aún más complejo: debe ofrecer algo que no se degrade, no provoque alergias a 10.000 metros y, encima, que sea apetecible. Difícil tarea. Por eso, con la moda de recortes, muchas aerolíneas eliminaron el menú… ¿todas? (como diría Astérix) ¡No! Binter ha decidido que su comida sea un valor diferencial. Y en cada vuelo entre las Canarias y la Península nos premia con un menú completo. A mí, personalmente, me encanta comer en un avión. Sé que es incómodo, todo es ultraprocesado y no tiene sentido disfrutarlo… pero lo disfruto. Cada envase es una sorpresa y el trayecto se hace más corto. En el caso de Binter, han resuelto los problemas logísticos no dando opción de menú (que le vamos a hacer) y sirviendo todo en una caja perfectamente ordenada: paté, salchichón, ensalada de pasta, mantequilla, panes varios… y de postre (cómo no), una ambrosía. La pesadilla de un cardiólogo. Pero, oye, a mí me encantó. Siempre que pueda, volaré con ellos.


