
Enriqueta en La Graciosa
Foto de SHEILA BETANCORT – Diario de Las Palmas
Nunca me ha gustado demasiado la palabra restaurante. Me parece un tanto cursi y, como la mayoría de las adaptaciones al castellano del francés, algo pretenciosa. Me gusta mucho más aquella definición de “casa de comidas” que tanto se utilizaba en el Madrid de hace no tanto tiempo y que creo que, en el caso de Enriqueta define mucho mejor el origen. Esta mujer de vida novelesca construyó donde no había nada, lo que hoy en día uno de los locales más emblemáticos de esta isla salvaje que sigue siendo La Graciosa. Enriqueta, nacida en la misma isla, comenzó con siete años cuidando cabras para luego bajar cantos de 50 kilos desde la montaña a lomos de un camello. La venta del pescado en Lanzarote, el acarreo de agua, la recolección de marisco o la recogida de garbanzo o cebada eran solo otra parte más del día a día. La Graciosa para quien no lo sepa, es una isla al norte de Lanzarote, de origen volcánico, desértica, sin apenas recursos y con una falta endémica de agua. Una tierra dura en la que solo la pesca y el turismo activan su economía. En este ambiente, la introducción de Enriqueta en la hostelería no fue, en ningún caso, el descubrimiento de una pasión culinaria ni una epifanía como las que nos acostumbran a relatar nuestros brillantes y actuales cocineros. Sencillamente, vio llorando de hambre al hijo de una pareja de turistas alemanes y lo llevó a casa para darle de comer unas lentejas. Obviamente, no aceptó los pagos que le ofrecieron los padres, pero sí entendió algo importante: la base de todo el negocio. La gente quiere comer, y yo puedo darles de comer. Fue el principio.
